Al inicio de su libro «Así se hacen las películas«, Sidney Lumet cuenta la historia de una conversación que entabló con Akira Kurosawa. En ella le pregunta porqué había decidido cierto encuadre en Ran, a lo que Kurosawa le responde que de haberse movido un poco más a un lado habría salido un edificio de Sony y que si se iba hacia el otro aparecería el aeropuerto. Dicha conversación llevó a Lumet a la siguiente conclusión, sólo el director sabe como realmente se hace una película y que es lo que se esconde en cada decisión.
Los Dichos del Director, esta humilde sección de los lunes en Editando, viene a ser una pequeña ventana sobre esas decisiones que cada director debe tomar al momento de realizar su tarea y el porqué de cada una de ellas.
En esta ocasiones hemos escogido la opinión de Lumet respecto al trabajo de los actores y el desafío al que deben enfrentarse.
«Vamos a procurar dejar a un lado cualquier tipo de idea preconcebida sobre los actores: que si son como ganado, tipos estúpidos, echados a perder, sobrevalorados, obsesos sexuales, egoístas, temperamentales, etc. Los actores son una parte fundamental en cualquier película. Muy a menudo son la razón por la que se acude a ver una película. (Mi único deseo sería que el teatro tuviera estrellas con seguidores tan fieles). Son artistas de la interpretación y los artistas de la interpretación son gente complicada.
Me gustan los actores. Me gustan porque son valientes. Todo el trabajo bien hecho requiere una autorevelación. El músico comunica sentimientos a través del instrumento que toca y un bailarín con el movimiento de su cuerpo. El talento de actuar consiste en que el actor comunica al público, de modo instantáneo, sus pensamientos y sentimientos. En otras palabras, el «instrumento» que usa el actor es él mismo. Son sus sentimientos, su rostro, su sexualidad, sus lágrimas, su risa, su ira, su romanticismo, su ternura, sus vicios, que son aupados a la pantalla para que todo el mundo los vea. No es fácil. De hecho, muy a menudo, es doloroso.
Hay muchos actores que pueden duplicar la vida real con brillantez. Todos los detalles correctos, muy bien observados y reproducidos a la perfección. Sin embargo, algo se ha perdido. El personaje no está vivo. Yo no quiero la vida reproducida allá arriba en la pantalla. Quiero vida creada. La diferencia estriba en el grado de revelación personal del actor.
Admiro el estilo de vida de Paul Newman. Es un tipo honrado. Es también un hombre celoso de su vida privada. Trabajamos juntos en televisión a principios de los cincuenta e hicimos entonces una breve escena en un documental sobre Martin Luther King. De modo que cuando coincidimos de nuevo en The Verdict, los dos nos encontramos cómodos de inmediato. Al acabar las dos semanas de ensayo, hicimos el repaso del guión. (El repaso es un ensayo en que se lee el guión completo, sin paradas entre escena y escena.) No hubo problemas dignos de mención. De hecho, parecía haber salido bastante bien. Sin embargo, te dejaba la impresión de que era algo soso cuando terminamos la jornada, le pedí a Paul que se quedara un momento. Le dije que, aunque la cosa prometía, aún no habíamos alcanzado el nivel emocional que encerraba el guión de David Mamet. Le expliqué que su interpretación era buena, pero que aún no la había desarrollado hasta meterse dentro de una persona viva, de carne y hueso. ¿Tenía algún problema? Paul dijo que aún no había memorizado sus diálogos, pero que cuando lo hiciera todo fluiría mejor. Le expliqué que no pensaba que se tratara de eso. Le dije que había cierto aspecto de la personalidad de Frank Galvin que hasta ahora se había perdido. No pretendía invadir su vida privada, pero sólo podría escoger entre desvelar o no esa parte del personaje y, por tanto, esa parte de sí mismo. No podía ayudarle a tomar la decisión. Los dos vivimos cerca, así que nos fuimos a casa juntos. Aquella noche el trayecto fue silencioso. Paul estaba pensativo. El lunes, Paul llegó al ensayo y saltaron chispas. Estuvo fabuloso. Su personaje y la película cobraron vida.»