Que Walter Murch se ha repetido muchas veces en este humilde sitio de comunicadores audiovisuales ávidos de conocimiento es algo innegable. Pero creo que nadie se quejará por seguir leyendo lo que el multipremiado editor de clásicos como El Paciente Inglés, la película favorita de mi madre, y Ghost, la película más despreciada por mi padre, porque siempre podremos aprender algo de su experiencia. A fin de cuentas esa es la finalidad de Dichos del Editor, la sección más maltratada por quien es el encargado de publicarla pero que es muy apreciada por sus lectores, así que aquí vamos por una semana más.
«Apocalypse Now, como cualquier otro largometraje de ficción, está hecho de muchos fragmentos diferentes de película unidos en un mosaico de imágenes. Lo misterioso de esto, sin embargo, es que la unión de esos fragmentos –el «corte» en terminología americana– realmente parece funcionar, incluso si supone un total y súbito desplazamiento desde un campo de visión a otro, desplazamiento que en ocasiones también conlleva un salto adelante o hacia atrás tanto en el tiempo como en el espacio.
Funciona, pero podía no haber sido así, puesto que nada en nuestra experiencia cotidiana nos prepara para algo semejante. Por el contrario, desde el momento en que nos levantamos por la mañana hasta que cerramos los ojos por la noche, la realidad visual que percibimos es una corriente continua de imágenes conectadas: durante millones de años –decenas, cientos de millones de años– los seres vivos han experimentado el mundo de esa forma. Y de repente, al principio del siglo XX, nos enfrentamos a algo diferente: la película montada.
Bajo estas circunstancias, no hubiera sido sorprendente encontrar que nuestros cerebros habían sido «programados» por la evolución y la experiencia para rechazar el montaje de las películas. En ese caso, las películas en un solo plano de los hermanos Lumiére o aquellas como La soga de Hitchcock habrían sido la norma. Por una serie de razones prácticas (y también artísticas), es bueno que no sea así.
Lo cierto es que en realidad una película está siendo «cortada» veinticuatro veces por segundo. Cada fotograma supone un desplazamiento con respecto al anterior, si bien en un plano continuo el desplazamiento en el espacio y en el tiempo de uno a otro fotograma es suficientemente pequeño (veinte milésimas de segundo) como para que el espectador lo perciba como movimiento dentro de un contexto más que como veinticuatro diferentes contextos por segundo. Por otro lado, cuando el desplazamiento visual es lo bastante grande (como en el momento del corte), nos vemos obligados a reconsiderar la nueva imagen como un contexto diferente: Milagrosamente, la mayoría de las veces no tenemos ningún problema en hacerlo.
Lo que sí parece suponernos un problema es aceptar el tipo de desplazamiento que no es ni leve ni total, por ejemplo, cortar desde un plano general a otro ligeramente más cerrado que encuadra a los actores desde los tobillos. En este caso el nuevo plano es lo suficientemente diferente como para indicar que algo ha cambiado, pero no lo bastante como para hacernos reconsiderar su contexto. El desplazamiento de la imagen no supone ni movimiento ni cambio de contexto, y el encuentro entre esas dos concepciones produce una discordancia –un salto– que es comparativamente molesto.
En todo caso, el descubrimiento llevado a cabo a principios del siglo XX de que ciertos tipos de corte «funcionaban» condujo casi inmediatamente al descubrimiento de que las películas podían ser rodadas en discontinuidad, lo que fue el equivalente cinematográfico del descubrimiento de la aviación. En un sentido práctico, las películas dejaron de estar atadas al tiempo y al espacio. Si solo pudiéramos hacer películas a base de ensamblar elementos simultáneamente, como sucede en el teatro, la esfera de actividad sería comparativamente estrecha. En lugar de eso, la discontinuidad es la estrella, es el factor central durante la fase de producción de una película, y casi todas las decisiones tienen que ver con ella de alguna forma u otra: con cómo superar sus dificultades y/o cómo sacar el mejor partido de sus ventajas.
La otra consideración es que incluso aunque todo esté disponible simultáneamente, es muy difícil rodar largas tomas y conseguir que todos los elementos funcionen cada vez. Los directores europeos tienden a rodar más planos-secuencia complicados que los americanos, pero incluso si uno es Ingmar Bergman, lo que se puede manipular tiene un límite. Precisamente al final, un efecto especial podría no funcionar o alguien podría olvidar su texto o podría fundirse alguna luz, y entonces todo tendría que volver a repetirse. Naturalmente, cuanto más larga sea una toma más posibilidades hay de que surja un error.
Luego hay un considerable problema logístico en reunirlo todo al mismo tiempo, y otro problema igualmente serio en que todo «funcione» cada vez. El resultado es que, solo por razones prácticas, no seguimos el modelo de los hermanos Lumiére o el de La soga.
Por otra parte, al margen de cuestiones de conveniencia, la discontinuidad nos permite asimismo elegir la mejor angulación de cámara para cada emoción y para cada momento de la historia que podemos montar para alcanzar una intensidad cada vez mayor. Si estuviéramos limitados a una corriente continua de imágenes, tal intensidad sería difícil de alcanzar y las películas no serían tan incisivas y certeras como pueden serlo ahora.
Y todavía más allá de esas consideraciones, cortar es algo más que meramente el instrumento adecuado a través del cual lo discontinuo se vuelve continuo. Es en y por sí mismo –debido a la fuerza de su paradójica inmediatez– una influencia positiva en la creación de una película. Querríamos cortar incluso si la discontinuidad no tuviera tanto valor práctico.