Nuestro crítico de cine favorito, había iniciado hace un tiempo un festival de terror en casa, para compartir las películas clásicas del género junto a su hijo Jesse. El Exorcista es sin querer, la película que tal vez más hemos desmenuzado en editando, desde la visión de su guionista, de su director de fotografía y hoy, con los detalles que David Gilmour nos relata. Imperdible.
La primera vez que vi El Exorcista en 1973, me dio tanto miedo que escapé del cine a la media hora. Unos días más tarde, volví y lo intenté de nuevo. Aguanté hasta la mitad, pero cuando la niña hizo girar la cabeza lentamente y se oyó el crujido de tendones, sentí que se me helaba la sangre y volví a largarme. No llegué al final hasta la tercera vez, mirando entre los dedos y tapándome los oídos. ¿Por qué seguí volviendo? Porque tenía la sensación de que era un «gran» película -no intelectualmente, pues ni siquiera estoy seguro de que a su director le interesaran las ideas que contenía-, sino porque se trataba de un logro artístico único en su género. La obra de un director con un talento prodigioso en el punto álgido de su madurez artística.
También señalé que William Friedkin, que acababa de dirigir Contra el imperio de la droga [1971], era, según muchos, un abusón y un psicópata inestable. El equipo se refería a él como Willie «el Chiflado». Era un director de la vieja escuela que gritaba a la gente, echaba espuma por la boca y despedía a los empleados por la mañana para luego volver a contratarlos por la tarde. Disparaba armas en el plató para asustar a los actores y ponía cintas demenciales -ranas de San Antonio sudafricanas o la banda sonora de Psicosis- a un volumen exasperante.
Sobrepasó el límite del presupuesto de El Exorcista -que se suponía iba a ser de cuatro millones de dólares- hasta alcanzar los doce millones. Se cuenta que un día, mientras rodaba en Nueva York, estaba haciendo un primer plano de un tocino friéndose en una plancha y no le gustaba cómo se rizaba la carne; detuvo el rodaje mientras buscaban por todo Nueva York tocino sin conservantes que se mantuviera liso. Friedkin trabajaba tan despacio que un miembro del equipo enfermó y, cuando volvió al plató al cabo de tres días, encontró al equipo trabajando todavía en el mismo plano del tocino.
Los productores querían que Marlon Brando interpretara el papel del padre Karras, el exorcista de mayor categoría, pero a Friedkin le preocupaba, hasta extremos paranoicos según algunos, que convirtiera la cinta en una «película de Brando» en lugar de una suya. [Almas poco caritativas habían dicho lo mismo de Francis Coppola acerca de El Padrino, que acababa de estrenarse.]
Durante años circuló un rumor según el cual en el rodaje de una escena en la que un actor no profesional encarnaba a un sacerdote [el hombre era sacerdote en la vida real], Friedkin no estaba quedando satisfecho con su interpretación. De modo que preguntó al sacerdote: «¿Confía en mi?». El hombre dijo que sí, tras lo cual Willie retrocedió y le dio un guantazo. A continuación, volvieron a rodar la escena. Friedkin consiguió la «toma» que quería, como se puede apreciar cuando el padre Damien recibe la extremaunción al pie de la escalera. Las manos del sacerdote todavía están temblando.
El talento, como había dicho antes a Jesse, ciertamente se apodera de personas extrañas y a veces indignas. Puede que Friedkin fuera un cretino, comenté, pero su sentido visual no admite críticas. Cada vez que la cámara empieza a subir la escalera hacia la habitación de la niña, sabes que va a ser algo nuevo, terrible y peor que la vez anterior.
Esa noche, Jesse durmió en el sofá con dos lámparas encendidas. A la mañana siguiente, ligeramente avergonzados de los horrores de la noche anterior, los dos accedimos a suspender el festival por un tiempo. «Grandes Comedias», «Chicas malas», «Woody Allen», «Nouvelle Vague», lo que fuera. Pero no más terror. En El Exorcista hay momentos, como el de la niña sentada en la cama, muy quieta, hablando tranquilamente con voz de hombre, en que da la impresión de que uno está en el umbral de un lugar que no debería visitar jamás.