Luis Buñuel no necesita presentación. Si ese nombre no significa nada para usted, bueno, algo anda mal en su educación audiovisual, porque creo que todos hemos pasado por el martirio de ver Un Perro Andaluz cuando comenzamos nuestro andar en este apostolado. Pero uno de los propósitos de este Cuchitril Audiovisual es acercar conocimientos, experiencias y consejos de aquellos han dejado huella en este mundo.
En esta oportunidad tomamos un fragmento de Mi Último Suspiro, libro que recoge las conversaciones que Buñuel tuvo con su colaborador y amigo Jean-Claude Carrièrre, en la que se explaya sobre aquellos proyectos que no llegaron a ninguna parte debido a una serie infortunios que no sorprenderán a aquellos que lidian día a día por sacar adelante sus propios proyectos.
“En el curso de esta tercera estancia, volví a ver con frecuencia a René Clair, y también a Eric von Stroheim, por quien sentía viva simpatía. Resignado a no hacer cine jamás, de vez en cuando anotaba, no obstante, una idea en unas cuantas páginas, por ejemplo, la historia de la niña perdida, que sus padres buscan y que, sin embargo, está con ellos (situación que utilicé mucho más tarde en El fantasma de la libertad), o, incluso, una película en dos bobinas que mostraría a unos personajes humanos comportándose exactamente igual que insectos, como una abeja, como una araña.
He hablado también de un proyecto de película con Man Ray. Paseando en coche, descubrí un día un inmenso vertedero de basuras de Los Ángeles: una fosa de cerca de dos kilómetros de longitud y doscientos o trescientos metros de profundidad. Había allí de todo, desperdicios, pianos de cola, casas enteras. En el fondo de la fosa, en una parte despejada en medio de los amontonamientos de desechos, se veían dos o tres casitas habitadas. De una de esas casas vi salir una muchacha de catorce o quince años, e imaginé que ella vivía una historia de amor en este decorado de fin del mundo. Man Ray se mostró de acuerdo en trabajar conmigo, pero imposible encontrar dinero.
Con Rubin Barcia, el escritor español que se ocupaba de los doblajes, trabajé en la misma época sobre el guión de una película de misterio, La novia de medianoche, en la que se veía (creo) reaparecer a una muchacha muerta…, historia racional en el fondo, en la que todo quedaba explicado, al final. Tampoco en este caso se presentó ninguna posibilidad de producción.
Intenté, igualmente, trabajar para Robert Florey, que preparaba La bestia de cinco dedos. Muy amistosamente, me ofreció escribir una secuencia de la película, que debía interpretar Peter Lorre. Imaginé una escena —en la que se veía una mano viva, la bestia— que se desarrollaba en una biblioteca. A Peter Lorre y Florey les gustó mi trabajo. Fueron al despacho del productor para hablarle de él, pidiéndome que esperase a la puerta. Al salir, poco después, Florey me hizo un gesto negativo con el dedo pulgar. Rechazado. Más tarde, vi la película en México. Mi escena estaba allí, entera. Me disponía a entablar una demanda judicial, cuando alguien me dijo: «La “Warner Brothers” tiene 64 abogados, nada más que en Nueva York. Atáquelos, si quiere.» No hice nada.
Fue entonces, en Los Ángeles, cuando me encontró Denise Tual. Yo había conocido a Denise en París, casada con Pierre Batcheff, que hacía el papel principal en Un Chien Andalou. Después, se casó con Ronald Tual. Me alegró mucho volver a verla. Me preguntó si quería realizar en París la versión cinematográfica de La casa de Bernarda Alba, de Lorca. A mí no me gustaba mucho esta obra, que conocía un éxito tremendo en París, pero acepté la oferta de Denise.
Como ella tenía que pasar tres o cuatro días en México —sigamos con admiración las sutiles sinuosidades del azar—, la acompañé. Desde el hotel «Montejo», en México, ciudad en que por primera vez ponía los pies, llamé a Nueva York a Paquita, el hermano de Federico. Me informó que unos productores londinenses le ofrecían por los derechos de la obra el doble de dinero que Denise. Comprendí que todo había terminado y se lo dije a Denise.
Una vez más, me encontraba sin ningún proyecto en una ciudad desconocida.
Fue entonces cuando Denise me puso en contacto con el productor Óscar Dancigers, a quien yo había conocido en los «Deux Magots», en París, antes de la guerra, presentado por Jacques Prévert.
Óscar me preguntó:
—Tengo algo para usted. ¿Quiere quedarse en México?
Cuando me preguntan si no lamento no haberme convertido en un director hollywoodense, como muchos otros directores llegados de Europa, respondo que no lo sé. El azar no actúa más que una vez y no rectifica casi nunca. Me parece, sin embargo, que en Hollywood, atrapado en el sistema americano y aun disponiendo de medios sin comparación posible con los exiguos presupuestos con los que habría de desenvolverme en México, mis películas hubieran sido completamente distintas. ¿Qué películas? No lo sé. No las he hecho.
En consecuencia, no lamento nada.
Años más tarde, en Madrid, Nicholas Ray me invitó a almorzar. Hablamos de diversas cosas, y, luego, me dijo:
—¿Cómo se las arregla usted, Buñuel, para realizar películas tan interesantes con unos presupuestos tan pequeños?
Le respondí que, para mí, el problema no se planteaba. Era o eso o nada.
Yo plegaba mi historia a la cantidad de dinero de que disponía. En México, nunca había superado los veinticuatro días de rodaje (salvo para Robinson Crusoe, y ya diré por qué). Pero sabía que la modestia de mis presupuestos era también la condición de mi libertad. Y le dije:
—Usted, que es un director célebre —atravesaba entonces su período de gloria—, haga un experimento. Usted se lo puede permitir todo. Intente conquistar esa libertad. Por ejemplo, acaba de rodar una película por cinco millones de dólares. Ruede ahora una película por cuatrocientos mil, y verá por sí mismo la diferencia.
Exclamó:
—¡Ni pensarlo! Si hiciera tal cosa, todo el mundo en Hollywood pensaría que estoy en decadencia, que las cosas me van muy mal. Estaría perdido. ¡Nunca volvería a rodar nada!
Hablaba completamente en serio. La conversación me entristeció. Por mi parte, creo que nunca hubiera podido acomodarme a un sistema semejante.