El checo Milos Forman alcanzó renombre mundial, y que sea recordado hasta hoy, principalmente a dos películas, sin duda las primeras que se le vienen a la mente a cualquier cinéfilo de mediopelo, Atrapado sin salida y Amadeus.
Sus posteriores trabajos no han conseguido paralizar el mundo como lo hicieron las anteriormente mencionadas, pero Forman ha mantenido su buen oficio al momento de dirigir y pese a los ambivalentes proyectos que ha realizado sigue siendo interesante de ver.
Por eso es significativo el que se explaye sobre su manera de concebir el cine, o por lo menos el suyo propio, donde el clasicismo es lo que guía sus decisiones, pero nunca con el miedo a romperlas de ser necesario.
«Contrariamente a lo que pueda creerse, soy más bien defensor de las reglas clásicas.
Considero, en todo caso, que constituyen un buen punto de partida, aún -y sobre todo- cuando finalmente se elige transgredirlas. Por ejemplo, no tengo nada contra la vieja idea de rodar cada escena en tres niveles de planos: un plano largo para que el espectador no se sienta claustrofóbico y pueda establecer una relación con la imagen, un plano medio para ver correctamente la acción y a los actores, y, por último, primeros planos para acentuar ciertos detalles.
Esto no significa que si filmas así obtendrás un resultado interesante. Nada más lejos. De hecho, regresamos siempre al mismo principio: si tienes un tema increíble, diálogos perfectos, un decorado sublime y dos actores magníficos, entonces podrás plantar tu cámara, filmar tus tres planos y listo. Pero como siempre surge algún problema en uno u otro nivel, habrá que encontrar el modo de sortearlo. Y partiendo de las reglas básicas (porque hay que partir de algún lugar), a fuerza de cambios, logramos encontrarlo.
No soy un cineasta que haga películas por el mejor placer visual. Mi motivación se sitúa siempre en el tema y se parece a la que puedes sentir cuando escuchas una buena broma y mueres de ganas de contársela a tus amigos. En el plató, por ejemplo, paso mucho más tiempo intentando que la escena cobre vida que reflexionando en la manera en que voy a filmarla. Primero trabajo con los actores, y luego, cuando «siento» la escena -y sólo en ese momento- pienso en el modo de encuadrar. Del mismo modo, no tengo grandes ideas preconcebidas respecto a la técnica.
No hay nada que me guste o deteste especialmente, salvo quizá el zoom -no tengo nada contra el principio en si mismo, pero generalmente se lo usa como un artefacto, y eso me molesta. En mi opinión, un movimiento de zoom notorio (y es casi obligatorio que lo sea debido al cambio en la profundidad de campo) va en contra todo lo que debe ser el cine. En él, la técnica debe ser invisible, como en un truco de magia.
El mejor ejemplo que me viene a la mente es el plano de Cuando pasan las cigüeñas (Letiat Jouravly, 1957), donde la cámara comienza en un helicóptero y acaba, tras un viaje alucinante, en el interior de un autobús. Nunca logré comprender cómo el cineasta había realizado un movimiento tan increíble e invisible.
Es sin duda el plano más hermoso de la historia del cine. Cada vez que pienso en él comprendo por qué hago películas.»