El neorrealismo se ha considerado tanto un movimiento como un género.
Es la consecuencia de la agitación social, política y económica de una nación traumatizada: la Italia que se libera de las ataduras fascistas tras la segunda guerra mundial. Su influencia naturalista y anticlásica ha sido global y perdurable.
Y es sobre este reconocido e histórico movimiento que hoy escribimos y dejamos testimonio para las futuras generaciones audiovisuales, en una más de las 100 ideas que cambiaron el Cine.
Idea n° 57 | El Neorrealismo: La poesía de la vida corriente
«La película ideal -escribió el guionista Cesare Zavattini– serían 90 minutos de la vida de un hombre al que no le pase nada.» A pesar de instar a sus contemporáneos a repudiar las argucias argumentales y el artificio de los estudios, lo más cerca que Zavattini estuvo de alcanzar su ambición fue Umberto D [1952], de Vittorio de Sica, la última obra maestra de lo que el crítico Umberto Barbaro llamó «Neorrealismo«.
El gran mito del género fue su novedad, mito que perpetuaron algunos cineastas que lo practicaron y que querían oscurecer su conexión con la industria fílmica de Mussolini. Aunque difería de las comedias de «teléfono blanco», las piezas épicas de propaganda y los suntuosos melodramas de la época fascista, los orígenes del neorrealismo no sólo están en la literatura verista del siglo XX, el realismo revolucionario soviético y el realismo poético francés, sino también en películas dispares de Elvira Notari, Alessandro Blasetti y Francesco de Robertis, nombre de referencia en la industria cinematográfica de Mussolini. Sin embargo, el fin de la censura fascista permitió a los directores italianos abordar con mayor libertad temas hasta entonces proscritos.
Ciertos neorrealistas eran marxistas que querían que el cine desarrollara conciencia de clase y unidad proletaria. Así, no sólo descartaron el individualismo y el optimismo del cine de Hollywood, sino también sus técnicas narrativas clásicas.
La nueva hornada de antihéroes -intérpretes no profesionales- hablaba su lengua vernácula en dramas episódicos que a menudo se rodaban en las locaciones auténticas, con luz natural y en largas tomas con movimiento que respetaban el tiempo real. Haciendo un uso innovador del espacio negativo -como los muros vacíos y los cielos abiertos-, así como películas con grano y sonido postsincronizado, filmes como Roma, ciudad abierta [Roma, città aperta, 1945], de Roberto Rossellini; La terra trema, de Lucino Visconti; y El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica [ambas en 1948], presentaban una visión objetiva de la realidad de otras personas que se aproximaba a la poesía moral.
Este estilo híbrido no logró encontrar un público nacional, pero sí ha inspirado a los cineastas italianos desde entonces. También influyó en los Trummerfilmen alemanes, el free cinema, el realismo social británico, el cinéma vérité, la nouvelle vague y la nueva ola checa. Asimismo, su legado ha sido evidente en el movimiento Dogma 95, el minimalismo de los hermanos Dardenne y los «dramas de reajuste» de la Europa del Este poscomunista.
El neorrealismo también se manifestó en la obra del argentino Fernando Birri, el brasileño Nelson Pereira dos Santos y el cubano Tomás Gutiérrez Alea, que prepararon el camino del tercer cine.
En la India, la Trilogía de Apu [1955-1959], de Satyajit Ray, suscitó la aparición de todo un cine paralelo al mayoritario de Bollywood; y Bab el hadid [1958], de Youssef Chahine, hizo lo mismo en Egipto. Hay cineastas africanos, como Ousmane Sembène, de Senegal, o Mahamat Saleh Haroun, de Chad, que han adaptado el neorrealismo para explorar temas locales, lo mismo que Tadashi Imai, Lino Brocka, Fruit Chan o Abbas Kiarostami.
Hasta el cine estadounidense lo ha utilizado en películas de las posguerra que han abordado cuestiones como el alcoholismo o los prejuicios raciales, en los dramas de la clase trabajadora afroamericana de la década de 1970 o en el llamado «neorrealismo» de Kelly Reichardt y Ramin Bahrani.